Astillado. Oxidado. Con toda la libreta de milagros sellada. Argentina era un espantapájaros con un anillo de oro. Se creyó que esa joya con la inscripción Lionel Messi le alcanzaba como escudo ante cualquier tormenta, ante cualquier amenaza voraz. Jamás aplicó contexto. Su final es causal, no casual. Su final excede a una camada. La autopsia dirá suicidio y atraviesa a todas y cada una de las esferas del fútbol argentino. Es una cadena de responsabilidades que incluye a dirigentes, entrenadores, formadores, jugadores, medios de comunicación y a quienes los consumen. El collar se cayó al piso. Está todo desparramado, tan inconexa como la lista de Sampaoli.

Contra Francia se recurrió a la teoría del falso 9. Y la teoría se estrelló paradójicamente contra la realidad a los 20 minutos, cuando Messi pateó el tablero. Lionel es un crack, uno de los mejores de la historia, pero el fútbol es un deporte de equipo y esa es una materia que Argentina se lleva a marzo reiteradamente. Y, encima, las mesas de examen lo asustan: su último triunfo ante un equipo top fue contra Brasil, en 1990, en un partido que mereció perder holgadamente y que es recurso fetiche de una corriente popular que festeja haberle dado agua en mal estado a un rival. Eso también es parte del problema. Es técnico, es estrátegico y es cultural. Es urgencia ante proyecto. Es resultadismo pavote. Es el vale todo para que después no valga nada. No se trata de líricos contra ganar cómo sea, como si eso se practicara. Se trata de no caer en extremos, de saber reconocer escenarios, ¿o alguien es tan obtuso como para jugarle igual a Real Madrid que a Emelec? Ni suicido romántico, ni suicidio rústico. Ni desequilibrio por defender con dos, ni desequilibrio por atacar con uno.

Se subrayó en columnas anteriores: Argentina hizo las mil y una pruebas, pero jamás le dio rodaje a lo que mejor resultado le reportó desde la resurrección en Barrranquilla en las Eliminatorias Brasil 2014: Messi con dos delanteros netos por delante y, de ser posible, el respaldo de Di María. Martino prescindió de juntarlos. Cayó en un sistema rígido. Su equipo tuvo más resultados que funcionamiento. Ecuador le dio un golpe claro de realidad al comienzo del camino a Rusia. Bauza apostó con la soga al cuello. Sampaoli en estado comatoso o ni eso. Y el Padre Tiempo pasa para todos. Messi necesitaba opciones de pase y al DT se le ocurrió ponerlo como destinatario. Messi sigue haciendo de a 50 goles porque es un extraterrestre, pero es cada vez más organizador y menos definidor. Es naturaleza pura. Es la naturaleza del fútbol.

No es culpa de Pavón quedar sometido a recorridos de 60 metros para marcar laterales o que le prohíban jugar a perfil invertido para aprovechar su remate. No es culpa de Di María quedar atado a asignaciones similares. Hubo ausencia de planes alternativos. Mala praxis en el original. Argentina es adicta al blanco o negro y el fútbol está repleto de grises. Son los matices los que enriquecen. Es no prescindir ni de la pelota parada, ni de la contra. Es reconocer contextos. Es ponerle contenido a los nombres. Es poner la idea de juego sobre el numerito táctico. Argentina ha sido Crespo o Batistuta, Agüero o Higuaín, línea de 3 o línea de 4. Nunca es “y”. Siempre es “o”. Ninguna selección top se pregunta a cuántos talentosos debe poner, sino si existe la posibilidad de involucrarlos y potenciarlos desde una idea. Es como jugar al truco y recibir el ancho de espadas y el de bastos en la misma mano y tirar uno al mazo.

Uruguay es fiel a Suárez y Cavani. Puede atacar, presionar alto, esperar. Pueden ser cuatro medios o cinco. El detalle no le gana a la esencia ni a sus mejores armas. No elige arqueros por cómo juegan con los pies. No elige defensores por su primer pase. Si lo tienen, genial, pero el equipo de Tabárez es lógico. Argentina es un equipo que llena el changuito por el color de los paquetes, no importa si el producto está vencido o es perjudicial.

Argentina, de arranque, puso a sus laterales a la altura de Mascherano al inicio de cada posesión. Ante pérdida, Francia hacía lo lógico: buscar a Mbappé. No solo es mucho más veloz que cualquier defensor argentino, sino que ese movimiento del equipo de Sampaoli le sacó obstáculos. Con Rojo y Tagliafico amonestados, Argentina mantuvo a Banega, de traslación lenta y perfil invertido, como auxilio de esa zona. No fue culpa de Ever no trocar con Enzo Pérez o que Sampaoli no apostara al ingreso de Acuña para ayudar al ex Independiente. No fue culpa de Fazio que Sampaoli lo incluyera y Deschamps le indicara a Mbappé alternar. No fue culpa del ex Ferro un par de cuadros que parecieron una carrera contra Usain Bolt. 

No fue culpa de Messi otra actuación lejana a su habitual rendimiento en clubes. No fue solo su culpa. Hay responsabilidad suya en no haber trabajado su condición de líder en campo más allá de arrestos individuales, sobre todo para alguien que demostró superarse en facetas del juego como el tiro libre hasta convertirlo en una especialidad. No estoy de acuerdo con que líder se nace. No le pido ser líder completo al Messi de 18 o 22 años. Sí se lo pido a este de 31. Pero responsabilizarlo por no alcanzar las expectativas es caer en el vicio de entender el déficit desde lo individual y no desde lo colectivo y olvidarse de que, de no haber sido por él, Argentina ni siquiera llegaba a Rusia.

Argentina aguantó demasiado la respiración debajo del agua. Está en sus genes, como el desorden dirigencial. Muchas veces se movió por propulsión a desastre, le tatuó el cartelito de mística y se lo comió el personaje. Hizo un kilómetro más, pero no llegó a destino y dejó los motores como un chicle. De nada servirán las opiniones, las carpetas y las ideas si el lobby le sigue ganando a los proyectos. De nada servirá crear una identidad con matices si se va en zigzag de entrenadores de una escuela a otra. De nada servirá si en las inferiores se juega para ganar y no para enriquecer técnica y conceptualmente a los futuros integrantes de las selecciones.

Con cada Mundial que termina, se ancla en el reclamo de madurez. Con cada proceso que arranca, se renueva la esperanza. En el medio se borran todas las huellas del desastre. No es cuestión de Rusia 2018. Argentina, desde Estados Unidos 1994, jugó 26 partidos contra selecciones europeas y ganó solo 8, ninguna de primer nivel. Fue eliminada en primera ronda, en octavos, cuartos. La historia clínica crece y crece, pero el médico de turno solo ve la última hoja. Las finales perdidas que hoy configuran la tapa del libro de quejas son, en realidad, para reconocer. 

Yo, a través de esta columna, lo haré. Reconozco a los Messi, Mascherano, Di María, Agüero, Higuaín. Reconozco su paso por la selección y por el fútbol europeo. Reconozco esa final del mundo, las finales perdidas, las medallas olímpicas, los títulos sub 20. Se reconoce haber dejado el corazón. Por supuesto que hay cosas para criticar, pero al lado de sus laderos en la cadena de responsabilidades son una pelusa en la camisa contra un container de basura. 

La autopsia dirá suicido. No intenten revivir al muerto. Intenten no matar de lo mismo a lo que construyan de ahora en más.