Un día como hoy, 29 de junio, quizás con menos frío que hoy, o tal vez no, la Selección Argentina se consagraba campeona del mundo por segunda vez en su historia. Después que Diego ridiculizara a ingleses y belgas por igual, llegaba Alemania Federal. Y si bien el Diez no se anotó en el marcador, sí sirvió la asistencia de la corrida de Jorge Burruchaga que se transformó, a poco del final, en el 3-2 definitivo con el que el equipo de Carlos Salvador Bilardo bordó la segunda estrella en el escudo de la AFA, cerca del corazón.

La final había empezado bien, con el cabezazo del recordado José Luis Brown, para vencer por primera vez a Schumacher. Iban 23' de la primera mitad. En la segunda parte, a los 56', Jorge Valdano anotaría el 2-0 y cuando los nuestros ya estaban pensando cuánto pesaba la Copa del Mundo, apareció Alemania: A los 74', Karl-Heinz Rummenigge puso el 1-2 y, sobre el 81', Rudi Voeller empató el juego. Cuando todo era incertidumbre, Diego frotó la lámpara, Burruchaga se escapó de los alemanes y 120 segundos después, sobre el 83' de partido, volvió a adelantar a la Selección Argentina que ya nunca más perdería esa ventaja. Campeones otra vez. La segunda de la historia, a 8 años del primer gran beso a la Copa del Mundo, con el estandarte de Diego como bandera, tatuaje y firma.

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Antes, cuando el Mundial aún no había empezado, el rendimiento de la Selección, ciertamente, no había ayudado a disipar los fantasmas: fueron años de experimentación copiosa y un brumoso ensamble que derivó en una clasificación descolorida, sufrida y agónica. Que no hacía pensar en el final que existió hoy, 35 años atrás.

De la formación del debut con Corea del Sur salió para siempre Néstor Clausen, después del segundo partido, con Italia, quedó al margen Claudio Borghi, a la vez que perdió terreno Oscar Garré e incluso Pedro Pablo Pasculli aun cuando en octavos de final anotó el gol decisivo con Uruguay. 

Ya a partir de 4tos, los recuerdos son para todos más nítidos. La gesta única de Diego ante los ingleses, con aquellos dos goles indelebles, uno por la picardía y el potrero, el otro por el lujo extremo. Los dos, para siempre en las retinas de los que los vieron y de los que los verán a través de las palabras y relatos de otros o por alguna plataforma de video. Con Bélgica, la ratificación de un Diego que, ante los Diablos Rojos europeos, alcanzó el status de demonio del fútbol: otros dos goles bien maradoneanos. El primero, picando más rápido que nadie, el segundo, dejando el tendal y derrotando al arquero belga, que luego sería su amigo. 

Y así llegamos a la final, dónde Diego necesitó del equipo y el equipo respondió y apareció. La Selección se recibió de equipo con Uruguay de aspirante al título con Inglaterra, de la mano "de Dios" y del botín zurdo del prestidigitador de Villa Fiorito con "la jugada de todos los tiempos".

Del otro lado del cuadro, la batalla fue cruenta. La Francia de Platini se cargó a la Italia campeona en 1982, la siempre amenaza de Brasil y colisionó en un duelo de altísimo voltaje ante Alemania. 

Pero los alemanes no podrían. Era el Mundial de Argentina, era el Mundial del Bilardo Gran DT y era el Mundial del Maradona que puesto en la máquina de la aritmética retrospectiva tocó 62 pelotas por partido, recibió un promedio de 7.4 infracciones, buscó el arco rival 49 veces, hizo cinco goles y sirvió a Burruchaga la corrida última, definitiva y gloriosa. De todas maneras, no hay números ni palabras que sepan contener semejante grandeza, que puedan explicar ni dimensionar semejante recuerdo. México 1986. El Mundial perfecto e inolvidable, aquel en el que Diego se subió al Cielo de su propio Cielo y nos hizo a todos más felices que nunca.