(De la Redacción de DOBLE AMARILLA) 7:07. Un niño con insomnio abandona su cama desaliñada como su pelo, pasa un largo corredor, esquiva algunos obstáculos y aprieta el interruptor que elimine la penumbra de su hogar. Control remoto en mano, televisión prendida, previa para una nueva jornada del Mundial de Rusia. No es un día más: juega la Selección Argentina.

La jornada transcurre con cierta normalidad teniendo en cuenta la vorágine lógica que antecede a un partido Albiceleste. La ilusión, los colores, la camiseta, la pelota, el himno nacional y la idea instalada en el imaginario colectivo de levantar la Copa. De alcanzar la gloria, tocar el cielo con las manos y sentir, por un momento, que el instante es eterno. Ni el más pesimista imaginaba que las horas previas al partido ante Croacia simbolizaban el ruido de la calma que antecedía a la tormenta.

El reloj se acerca a las 5 de la tarde cuando el niño apaga la televisión e intenta encontrar explicaciones para un 0-3 histórico. Como lo hace el resto del país por estas horas. Unos hablan, otros critican, algunos piden cabezas y exigen la guillotina del Terror robespierriano para aquellos que deshonraron la historia de la Selección. Pero la realidad no cede: mientras algunos sufren en Rusia la potencial crónica de una muerte anunciada, Buenos Aires deja su costado furioso y vuelve a sumergirse en su vaho grisáceo, en sus días de otoño agonizante con cielo apagado, brumoso, desolante y sombrío. Con el fútbol y sin el fútbol, la Ciudad de la Furia recuerda sus problemas de todos los días.

Los más optimistas aún creen que las calles pueden volver a ser azules. Ahora que el tsunami llegó hasta aquí, como alguna vez dijo un gran artista, quizá aprendamos la lección. Pronto saldrá el sol y algún daño repondremos: el alma padece hoy, pero hay que trabajar y encontrar razones para que no ocurra mañana.

Ampliar contenido

(Foto: Emmanuel Fernández/Clarín)