Si estamos de acuerdo en que el fútbol es una forma incidental del arte, dado que también tiene una finalidad estética (que celebramos los que lo amamos), entonces podremos decir que el espectáculo de lo bello es artístico. La belleza es la armonía que hace vibrar lo mejor de nosotros.

Los artistas, y Marcelo lo es al modo de un entrenador de fútbol, siempre son esclavos de su estilo. Su estilo, su sello inconfundible, lo hizo tomar la decisión por la que el rival recibía la devolución de un gol que habían obtenido sus dirigidos, y que a su juicio había sido desleal. En el arte siempre hay una apreciación de las formas universales, en forma visible y conmovedora. Que no sean frecuentes estas apreciaciones no significa que no sean universales, y menos todavía que no sean arte. La estética también pone de manifiesto una ética.

En lo personal, nunca vi en una cancha de fútbol lo que presencié ayer. Arte colectivo, con el pequeño desliz de Pontus Jansson. Pero, se sabe, en ocasiones una obra es todavía más perfecta por el equilibrio que le da la verosimilitud de la imperfección: el músculo no esculpido en la espalda del “David” de Miguel Ángel, el reflejo fallido en la obra “Un Bar en el Folies-Bergère” de Èdouard Manet.

Me siento un privilegiado por haber estado allí mientras acontecía, orgulloso de la especie humana, agradecido por la vigencia y prevalencia de algunos valores considerados fuera de época.

Shakespeare le hace decir a Henrique V, en la víspera de la batalla de Azincourt: “… el que hoy derrame su sangre conmigo / Será mi hermano; por vil que sea, / Este día ennoblecerá su condición: / Y los gentileshombres que están ahora en la cama en Inglaterra / Se considerarán malditos por no haber estado aquí”.

Al día siguiente, Henrique V aplastó a los franceses. 

Ojalá que en el reducido para el ascenso, a Marcelo, la suerte lo salude como a un par. Se lo ganó.